Apagó el despertador con un golpe seco. Entró a la ducha acto seguido sin reaccionar al agua fría. Cada día era igual, pasados dos días desde su llegada al apartamento le comentó al casero que no tenía agua caliente y el casero se lavó las manos, y ahora ya se había acostumbrado. Preparó café, y se lo bebió, habituado a su amargo sabor y al resabio que le dejaba al final. Se puso el traje gris, el mismo de ayer y de antes de ayer y del lunes, por que el negro aún no lo había limpiado. A las ocho menos cuarto salió de su pequeño piso, y bajó las escaleras cómo cuando era pequeño: tres escalones rápidos, dos lentos, otra vez tres rápidos y un salto hasta llegar al rellano. Se esperó diez segundos antes de abrir el pórtico de la entrada, y cuando salió a la calle tropezó con una chica, la chica que trabajaba de asistenta en el tercero B de su mismo edificio. La chica le sonrió y él sujetó la puerta para que entrara. Le dio los buenos días y salió a la calle. Se deslumbró con el sol durante unos segundos, el contraste de la oscuridad de su piso con la luz del día era abismal. El día era radiante, ya podía oler el verano. Se cruzó con las mismas personas de siempre: el viejecito que paseaba al perro, el hombre del ceño fruncido permanente que tenía pinta de empresario, la señora rica con una máscara de maquillaje, el muchacho de los cascos el que cada vez que le pasaba cerca podía oír la música que estaba escuchando y estaba casi seguro que era Nirvana, las dos niñas que iban camino a la escuela y que siempre le sonreían...y ella. Cada día con un peinado distinto aunque simple y acertado, y con la única decoración del granate de los labios ligeramente curvados; aún no había conseguido verle los ojos, porque caminaba con la mirada fijada al suelo. Siempre escuchaba música, pero a diferencia del muchacho, sólo la podía oír ella. Cuando ella le pasaba por el lado, él siempre sosegaba su caminar y se giraba para ver su tatuaje en la nuca: misterioso y sensual. Le dejaba una sensación de intriga, no sabría explicar aquél tatuaje. Cada día que lo veía le parecía distinto.
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En cuanto llegó al semáforo, algo no era como siempre. Miró alrededor, y no encontraba que era lo que rompía con la uniformidad. Empezaba a inquietarse. Retrocedió unos cuantos pasos. Giró sobre si mismo. Ahí estaba. Justo a su izquierda. En el poste de madera había colgado un cartel de color rosa. Se acercó muerto de curiosidad y lo leyó. Sonrió al instante.
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